CAPÍTULO I: ACCIDENTE

Capítulo I: Un Accidente Desafortunado

Una semana antes

—¡Leyna! —gritó Hanna, la niña de diez años que estaba con su camisón rosado sentada en su cama—. ¿Qué cuento toca hoy?

Leyna estaba peinando a Gretel, otra niña de seis años que pertenecía al orfanato.

—Uno que amaras —Leyna le guiñó un ojo y se rio entre dientes mientras trenzaba el largo cabello rubio de la niña pequeña que abrazaba a un oso de peluche.

La joven que contaba con veintiún años cumplidos trabajaba en el mismo orfanato en el cual fue criada hasta los dieciocho años.

El gobierno alemán pagó su manutención desde que llegó a ese lugar a la edad de tan solo tres años y como nunca nadie la adopto, su infancia y su adolescencia la pasó entre el jardín de calas blancas y el castillo de sus sueños con grandes ventanales.

Las monjas que la cuidaron eran un amor con ella, que además de criarla, también cuando fue mayor de edad y el gobierno ya no pagó más por su cuidado, la madre superiora y directora le había ofrecido trabajo ahí mismo.

Leyna hace tres años que era cuidadora de niñas que eran como ella. Niñas que oscilaban entre los seis y los diez años. Niñas que nunca nadie había adoptado, por lo que Leyna las cuidaba como si fueran sus pequeñas hermanitas, como si furan su familia.

Ella las cuidaba desde que se levantaba hasta que se dormían, aunque no le pagaban mucho, podía ahorrarse el alojamiento y la comida, dos necesidades básicas que la ayudaban a guardar dinero para cumplir sus verdaderos sueños.

—¡Venga Leyna! —exclamó Nora, la pequeña de ocho años—. ¡No seas mala! ¡Queremos escucharte!

Leyna terminó de trenzar el cabello largo de Gretel y les pidió a las pequeñas que se acomodaran en sus camas. En esa habitación había ocho camas, pero solo tres eran ocupadas.

Cuando tuvo la atención de las tres pequeñas, entonces comenzó a contar la mejor historia de su vida.

Una historia en donde ella era feliz.

Una historia llena de sueños cumplidos.

(…)

A esa misma hora de la noche, Hendrik Bemberg se inclinaba en el lavabo del baño de la disco que se encontraba hacia el sur de la ciudad de Berlín. Tres líneas verticales y blancas, una al lado de otra, lo esperaba sobre el mesón de mármol como cada noche que se iba de fiesta.

Él esnifó aquel polvo blanco, que la nariz le dolió y sintió una punzada en el centro de su frente, pero eso no le importó. A él nada le importaba, que siguió con las otras dos líneas tan rápido como si se tratara de respirar el oxígeno que necesitaba para vivir.

Los efectos de la cocaína hicieron de inmediato estragos en su cuerpo. Comenzó a sudar y los sonidos de la música electrónica se amplificaron en sus oídos. El piso flotó y todo dio vueltas a su alrededor viendo un montón de colores.

Se comenzó a reír como desquiciado y salió directo a la barra del antro, para tomarse una botella de alcohol puro. La temperatura de su cuerpo subió y no supo más de la hora, hasta que lo echaron del lugar justo al amanecer, que Hendrik se subió a su vehículo de último modelo junto a una chica que no conocía su nombre y se dirigió al centro de la ciudad.

Los reflejos del joven estaban distorsionados, pero a él nuevamente nada le importó.

(…)

Leyna despertó a las seis de la mañana. Ella tenía hora con el doctor a las ocho de la mañana, por lo que ya iba con la hora justa para llegar al hospital público que estaba en el centro de la ciudad.  

Ella pidió una cita con el médico, porque los últimos días se había sentido más agotada de lo normal. Los músculos le dolían casi siempre. Además, le costaba levantarse por las mañanas, por lo que el médico le solicitó que se hiciera unos exámenes de sangre y hoy le entregaban los resultados.

Aunque era cierto que ella hace tres años que trabajaba de lunes a domingo, todo con el fin de juntar el dinero para pagarse el bachillerato, sin embargo, el agotamiento físico que sentía hace semanas la tenía al borde de querer rendirse.

Pero no dejó que ese pensamiento negativo le ganara, por eso se levantó con gran esfuerzo, se duchó y se vistió con un sencillo vestido negro de mangas largas, pantis negras y botines. Luego se puso un abrigo viejo de color verde sobre sus hombros y partió fuera del orfanato.

El orfanato estaba alejado de la ciudad. Rodeado de naturaleza y de árboles, que se sentó en el paradero que estaba fuera de la propiedad y espero a que el bus de la mañana pasara.

Unos minutos después Leyna iba sentada en el bus, mirando por la ventana y pensando como haría para entrar al bachillerato de la universidad. Ella ya no quería perder tiempo y por eso rogó al cielo en silencio, para que ocurriera un milagro.

El bus llegó al centro de la ciudad, y Leyna se bajó en una de las paradas que daban frente al hospital. A esa hora el lugar no estaba tan concurrido, ya que recién comenzaba a despertar la ciudad, de igual manera espero a que el semáforo diera verde para cruzar, tal como le habían enseñado las monjas del orfanato.

El semáforo cambio a verde y ella cruzó, pero entonces todo cambio.

Hendrik iba manejando a toda velocidad, mientras se reía con la pelirroja que no dejaba de besarle el cuello y de tocarle la entrepiernas. Él no iba muy cuerdo, por lo que tampoco se percató de que el semáforo estaba en rojo.

Cuando él se dio cuenta, ya lo había cruzado y todo era demasiado tarde.

Él vio todo como si se tratara de una cámara lenta. Vio a la chica de abrigo verde en medio de la calle.

Hendrik frenó hasta el fondo y apretó el volante con el miedo latiendo en sus venas, las ruedas del vehículo chirriaron, pero el letargo de sus reflejos fue insuficiente, tampoco Leyna pudo hacer nada, ya que no tuvo tiempo de escapar ni de reaccionar. 

Ella primero se golpeó las caderas en el capo, luego su cuerpo impacto en el parabrisas y voló por los aires, cayendo en un golpe sordo al otro lado de la calle. Ella sintió un dolor en todo sus huesos y de pronto su mundo se fue a negro cayendo en la inconciencia. 

—¡Oh no! ¡Carajo! ¡Carajo! —exclamó Hendrik al momento de que su auto frenó. El parabrisa estaba ´totalmente clisado.  

—Yo me largo de aquí —gritó la pelirroja llena de miedo. Ella abrió la puerta y salió corriendo por las calles, mientras Hendrik estaba paralizado.

Él bajó el vidrio y sacó su cabeza por la ventana; vio a la chica envuelta en sangre sobre el pavimento.

Pensó en ayudarla, pero cuando salieron algunas personas del hospital gritando de miedo y tratando de auxiliarla, él también se asustó, que volvió a prender el vehículo y aceleró hasta llegar a la mansión Bemberg. Su cuerpo tembló. El alcohol y las drogas se esfumaron de sus sentidos, y solo quedó el pánico de pensar en que había matado a una persona.

Las rejas de metal de la finca Bemberg se abrieron y dejó el auto a medio estacionar.

Amelia de inmediato se levantó del sillón que estaba en la terraza. Su alma siempre estaba atormentada al ver a su hijo menor salir cada noche. Ella era la madre de Josh y Hendrik, pero la estaba pasando mal con el menor de los Bemberg, ya que Hendrik era un rebelde sin causa. No entendía razones y era un terco, por eso estaba en una bata a las orillas de la terraza, esperando a que su hijo llegara sano y salvo.

Pero sus esperanzas se fueron al carajo, cuando vio a su hijo menor arrodillado en el suelo, mientras lloraba con gran amargura.

Ella corrió a socorrerlo.

—¿Qué pasa Hendrik? —preguntó al mismo tiempo que sacudió los hombros de su hijo—. Por favor háblame.

Hendrik solo negaba, mientras se mecía sobre sus rodillas de adelante hacia atrás, perdido entre el miedo y la angustia que le carcomía el cerebro.

—¿Qué hiciste? —insistió su madre.

Él alzó el rostro y Amelia contempló los ojos mieles enrojecidos y dilatados de su hijo, pero también vio el miedo en ellos.

—¡Mamá la maté! ¡Yo la maté! —lloró Hendrik preso del dolor y del terror que se alojaba en medio de su pecho.

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