Hermanos

Pablo aprendió a sus escasos tres años que la vida era una perra maldita que una vez te mordía, no te soltaba hasta que estabas en el suelo. No sabía quiénes eran sus padres, desde que tenía uso de razón vivió entre orfanatos y hogares temporales, con gente que iba de mal a peor a medida que crecía. Pero en mitad de ese infierno, la vida también le regaló un par de milagros. El primero fue Roberto, Beto, para ellos, era apenas un niño de cinco años cuando lo conoció, grande para su edad, con las mejillas regordetas y la mirada llena de enojo. Pablo tenía casi siete entonces y era todo lo contrario, casi esquelético, pequeño, con lentes, cabello ondulado y pecas en las mejillas.

Pablo acostumbraba a leer en voz alta, le resultaba más efectivo hacerlo de esa manera para entender lo que decían los libros, los otros niños lo molestaban por eso. Hasta que un buen día Beto se enfrentó a ellos y terminaron los dos siendo castigados por iniciar una pelea. A partir de ese día, Beto se sentaba
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