Fiorella se sentía en la cima del mundo.
La noche anterior aún ardía en su piel como un recuerdo imborrable.
Dante.
Dante dentro de ella, Dante gimiendo contra su cuello, Dante embistiéndola con esa fiereza salvaje.
Se deslizó por el pasillo con una sonrisa autosuficiente en los labios, llevando la bandeja con gracia, como si su mera existencia fuera un privilegio para quien la mirara. Se sentía victoriosa.
Porque ella había estado en su cama.
No esa patética extranjera de nombre ridículo, con su acento tosco y su aire de mártir.
Y pronto, Dante abriría los ojos y se daría cuenta de la realidad.
Esa rusa simplona no estaba a su nivel.
Nunca lo estaría.
Era solo cuestión de tiempo.
Empujó la puerta del despacho con una seguridad felina, lista para encontrarlo detrás de su escritorio, despeinado, agotado… quizás todavía con resabios de la resaca y de ella en su piel.
Pero él no estaba allí.
<El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando Dante abrió los ojos. La habitación estaba en penumbras, las gruesas cortinas bloqueaban la mayor parte de la luz de la mañana, pero aun así, podía distinguir los contornos familiares de su espacio. Todo estaba en su lugar, todo igual que siempre.Y, sin embargo, sentía que algo no estaba bien.El peso en su pecho era molesto, como un vacío difícil de ignorar. Era un sentimiento extraño. No se trataba de los problemas que se acumulaban como una bomba de tiempo en su cabeza: la incertidumbre entre los clanes, la tensión que crecía día a día. No, era otra cosa.Svetlana.Su nombre cruzó su mente como un susurro.Dante frunció el ceño, pasándose una mano por el rostro, tratando de despejar el aturdimiento que aún pesaba sobre él. ¿Cuánto tiempo hab&ia
Con dos zancadas, acortó la distancia entre ellos y la sujetó del brazo con fuerza, haciéndola soltar el cuchillo de inmediato.—¿Qué demonios estabas pensando? —rugió, su voz fue un trueno en la estancia.Fiorella jadeó, horrorizada por la agresividad de su tono y la intensidad con la que la miraba.—Dante… ¿qué pasa? ¿Por qué me tratas así?Su voz era un hilo tembloroso, pero la confusión en sus ojos no logró engañarlo.—¡Por tu culpa! ¡Por tu maldita culpa!Sin soltarla, la zarandeó con violencia, su autocontrol estaba pendiendo de un hilo demasiado delgado.Fiorella soltó un grito ahogadoysus uñas se clavaronen la piel de su propio brazo en un intento desesperado por liberarse.—¡Suéltame, Dante! ¡Me haces dañ
Fiorella irrumpió en su habitación como un huracán descontrolado. Su pecho subía y bajaba con violencia, su respiración eraerrática y el corazón le golpeaba en las costillas con la fuerza de un tambor de guerra. Rabia. Era todo lo que sentía. Pura, ardiente y sofocante rabia.Las lágrimas que brotaban de sus ojos no eran de tristeza, eran de ira, de impotencia, de un dolor visceral que la desgarraba por dentro.Con manos temblorosas, abrió la puerta del armario y sacó una maleta con un solo tirón, haciéndola chocar contra el suelo con un ruido seco.—¿Qué demonios estabas pensando? —La voz de su madre retumbó en la habitación, quebrada por la conmoción.Fiorella no respondió. Se limitó a arrancar la ropa de las perchas, doblándola con furia antes de meterla en la maleta.—¡Te pasaste de la raya, Fiorella! —continuó la mujer, acercándose con paso temeroso. Aún sentía en la piel el escalofrío de la muerte rozándola cuando Dante le apuntó a la cabeza con aquella pistola. Sus piernas apen
La noche había caído sobre Reggio Calabria con la sutileza de un suspiro.En lo alto de la colina, la villa Bellandi parecía suspendida entre cielo y mar, con sus luces cálidas brillando como faros sobre la oscuridad. La brisa marina acariciaba los cipreses y hacía crujir la madera del suelo de la terraza. El sonido lejano de las olas rompiendo contra las rocas era el único acompañante de Dante.Él estaba allí, de pie, apoyado contra la barandilla de piedra, con un vaso de whisky en la mano y la mirada perdida en la inmensidad del mar.Sus ojos oscuros, acostumbrados a no mostrar debilidad, tenían ese brillo opaco que solo aparece cuando uno se permite sentir.Pensaba.Por primera vez en mucho tiempo, solo... pensaba.«¿En qué momento se jodiótodo?».Esa fue la primera pregunta que se formó en su cabeza.No era que
El rugido de los motores resonaba como un presagio en la noche calabresa, rompiendo el silencio ancestral de las montañas de Aspromonte. El eco reverberaba entre pinos centenarios y riscos afilados, como si la tierra misma anunciara la llegada de la muerte. Dentro de una vieja casa de campo, Dante Bellandi, ajustó su chaleco antibalas sobre el torso marcado por cicatrices de viejas batallas. Sus hombres, leales hasta la muerte, revisaban sus armas en un silencio ritual, donde cada clic del cargador era una oración sin dioses.—¿Cuántos bastardi tienen en el perímetro? —preguntó sin apartar la mirada de los mapas esparcidos sobre la mesa, manchados de vino y sangre seca.Fabio Moretti, su mano derecha, se inclinó hacia el mapa. Su dedo, tatuado con símbolos de la vieja guardia, se posó sobre un punto marcado en rojo.—Treinta, tal vez más. Están armados hasta los dientes. Pero sabemos que ella está ahí —dijo con voz grave, la tensión marcando cada palabra—. Los drones confirmaron movimi
Siete meses antes…El crujido casi imperceptible de la grava helada al otro lado de las ventanas era un recordatorio constante del aislamiento que ofrecía Gambarie d’Aspromonte en pleno invierno. Dentro del estrecho pasillo de la villa Bellandi, Fabio, con sus hombros angulosos envueltos en un abrigo verde olivo que había visto días mejores, respiraba con dificultad. No por el frío, sino por la carga invisible que llevaba consigo. Su mano derecha, aún temblorosa por el encuentro que estaba por enfrentar, apretaba un llavero de bronce con el emblema de la familia, tan fuerte que los bordes le cortaban la piel.Al detenerse frente a la puerta de madera maciza, los dedos de Fabio rozaron el pomo con una vacilación palpable. Cerró los ojos un momento, dejando que la opresión en su pecho se aliviara, aunque fuera solo por un segundo. No había vuelta atrás. No para él, no para el plan que apenas comenzaba a gestarse.Empujó la puerta con lentitud, cuidando que no rechinara, y el tenue respla
El salón principal de la villa Bellandi estaba bañado por la luz cálida de lámparas de araña de cristal de Murano, que lanzaban destellos dorados sobre las paredes de estuco envejecido y los suelos de mármol travertino. Las columnas de piedra, talladas con intrincados motivos renacentistas, se alzaban como silenciosos testigos del poder ancestral de la familia. El eco de las conversaciones flotaba en el aire, cargado de una tensión que ninguno de los invitados se atrevía a nombrar. Al otro lado de las puertas dobles de madera de nogal, un centenar de hombres aguardaban. Sabían lo que estaba por suceder. Él, sin embargo, no.Cada uno de los movimientos de Dante Bellandi parecía parte de un ritual heredado. Su andar era firme, calculado, como si el peso de los ojos ajenos no le importara, pero por dentro, una tormenta rugía. El eco de sus pasos en el mármol parecía marcar el compás de un destino ineludible.Fabio Mancini, la sombra fiel de su padre, se detuvo frente a él y extendió la ma