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Cuando llego hasta la recepción, casi tengo ganas de gritarle lo imbécil que es por comportarse como si fuera un adolescente inconsciente, pero tampoco soy ninguna adolescente como para gritarle en una zona pública.

La recepcionista, que parece más joven que yo, me escruta con una mirada asustada ante la visión de Sam al borde de la inconsciencia, balbuceante y con la mirada perdida en ningún sitio en concreto. Un tipo que no conozco lo lleva agarrado por la cintura y unos de sus brazos alrededor de sus hombros.

Ahora mismo quiero matarlo, y también morirme. Pero en vez de eso le dedico una sonrisa tranquilizadora a la pobre muchacha y avanzo hacia mi marido y su compañero de juerga.

Los mataré a ambos.

—¿Qué ha pasado? —susurro con furia contenida.

—No tengo la menor idea —me responde el chico tatuado de ojos caramelo. No tendría por qu&eacu

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