Los días sin Santiago fueron un castigo que ni siquiera supe que merecía.
Al principio, fue el silencio. Ese silencio espeso, cruel, como un muro entre el mundo y yo. Luego vinieron las preguntas, las dudas, las voces en mi cabeza. Las noches sin dormir, con la almohada empapada de pensamientos que no quería tener. Y finalmente, el vacío. Un hueco en el pecho donde antes habitaba su risa, su calor, su presencia.
No respondía mis mensajes.
No llamó.
No regresó.
Solo el eco de sus pasos alejándose, repitiéndose cada noche como un latido ajeno.
Despertar a su lado después de haberlo sentido tan lejos era como volver a nacer. Su respiración tranquila rozaba mi cuello, y su brazo me envolvía con firmeza, como si temiera que al soltarme, todo lo que habíamos reconstruido en las últimas horas se desvaneciera de nuevo.La mañana nos encontró entre sábanas revueltas y palabras murmuradas entre besos lentos. No hablábamos de Londres, ni del proyecto, ni de lo que vendría. Solo estábamos ahí, presentes. Viviéndonos.Pero la realidad, como siempre, tenía la costumbre de tocar a la puerta sin pedir permiso.—Tenemos que decidir qué vamos a hacer —susurré contra su pecho, cuan
La maleta azul —la que tenía una rueda floja desde hacía años pero me negaba a cambiar— fue la última en cerrarse. El sonido del cierre corriendo por los bordes me dio una sensación extraña, como si con él también se cerrara un capítulo de mi vida.Me detuve en medio del departamento. Todo estaba en cajas. Las estanterías vacías. Las paredes desnudas. El aire olía distinto… como si ya no fuéramos parte de ese lugar, como si nuestros recuerdos se hubieran retirado discretamente, dejando solo el eco de lo que habíamos sido aquí.Santiago apareció en el umbral con una taza de café humeante entre las manos. Iba descalzo, en jeans y una camiseta blanca que se pega
El nuevo departamento tenía ese olor a limpio, a paredes recién pintadas y madera virgen que aún no había aprendido a resonar con nuestras pisadas. Cada rincón estaba ordenado, luminoso, minimalista… pero esperaba algo más. Algo de nosotros. Nuestra energía, nuestros silencios, nuestras carcajadas que aún no se habían posado sobre los muebles.Aún no era un hogar. Pero lo sería.Caminé descalza por el piso brillante del salón principal mientras Santiago desempacaba en la cocina, como si ya supiera dónde iba cada cosa. Su ritmo era metódico, eficiente, pero no apurado. Esta vez, no estábamos corriendo. Esta vez, no había amenazas, enemigos ocultos, pasados perseguiéndonos.<
Seis meses pueden pasar como un suspiro… o como un torbellino que arrastra todo a su paso. En nuestro caso, fue lo segundo.Desde que Santiago y yo nos mudamos, nuestras vidas parecían haber entrado en una especie de vorágine constante, donde los días se medían por juntas, entregas, conferencias, vuelos y cenas con clientes. Todo se había acelerado. Incluso los silencios.Yo vivía con un calendario en la mano. Entre sesiones creativas, correcciones de última hora, presentaciones para marcas globales y entrevistas con revistas de diseño, había llegado a convertirme en una de las diseñadoras más solicitadas del circuito creativo europeo. Mi nombre aparecía en catálogos, artículos, incluso en exposiciones de
La mañana llegó envuelta en una niebla espesa que parecía reflejar mi interior. Las cortinas del hotel se movían con la brisa marina, y el café humeaba entre mis dedos, pero el calor no lograba disipar el escalofrío que me recorría el cuerpo. Había dormido mal. Me revolví entre las sábanas mientras mi mente volvía una y otra vez al mismo punto: la carta. Ese sobre cerrado que aún reposaba sobre la mesa, como un animal dormido que podía despertar con solo rozarlo.Santiago se movía por la habitación con esa eficiencia elegante suya, vistiéndose con una calma que me crispaba los nervios, porque yo estaba a punto de desbordarme. Cada pequeño botón que cerraba con precisión, cada paso firme sobre la alfombra, contrastaban con mi caos interno. No hablaba. No me presionaba. Pero sabía que estaba esperando.Esperan
El sonido de pinceles deslizándose sobre lienzos y herramientas resonando en un taller llenaba las calles del pequeño pueblo costero. Bianca y Luca habían decidido que era hora de construir algo que no solo reflejara sus talentos, sino también el compromiso que tenían con su nueva vida. Bianca, con su amor por el arte, había abierto una pequeña galería en el centro del pueblo, mientras Luca, con su habilidad para reparar y construir, había transformado un viejo garaje en un taller mecánico.Desde el principio, ambos sabían que no sería fácil. El pueblo, aunque acogedor, tenía su ritmo lento, y convencer a los habitantes de que apostaran por ellos requería paciencia.Bianca pasó semanas transformando un antiguo almacén en su galería de arte. Las paredes, antes grises y descuidadas, ahora brillaba
La ciudad me recibió con una tibieza extraña. Como si el viento que golpeaba mi rostro al salir del aeropuerto supiera que algo dentro de mí había cambiado. Que una parte de mi historia, la más oscura, la más pesada, se había quedado en aquella sala de visitas entre paredes grises.Al llegar a casa, la luz del atardecer se filtraba por los ventanales, tiñendo las paredes de dorado. El aroma de café recién hecho y pan tostado me hizo sonreír. Santiago tenía esa forma sutil de decir “te esperé” sin necesidad de palabras. Su manera de amar estaba en los detalles. En los silencios que no incomodaban, en los abrazos dados antes de preguntar.Entré con paso lento, aún descalzando el peso del día. Lo vi en la cocina, de esp