DominicEl líquido caliente empapó mi pantalón, pero la quemadura no era nada comparada con la rabia que bullía dentro de mí como lava negra, espesa y letal, recorriendo mi cuerpo como un incendio incontrolable. Todos en la sala contenían la respiración, esperando mi reacción. Esperando que la destrozara. Y Dios, cómo lo deseaba. Pero no como ellos pensaban. Trina seguía allí de pie, desafiante, con ese collar de “mi sumisa” brillando alrededor de su cuello, una burla viviente a mi autoridad, con la jarra vacía en la mano y la respiración agitada. Su rostro estaba encendido de furia, sus labios entreabiertos temblaban levemente, no de miedo, sino de furia contenida y desafiante, su mirada clavada en mí, sin un atisbo de arrepentimiento.Esa maldita mujer disfrutaba esto. Un silencio sepulcral llenó la sala. Todos los jefes de las mafias observaban con atención, esperando mi reacción. Sabían que no podía dejar pasar este acto de rebeldía sin consecuencias.Mi primer impulso fu
Dominic Sus ojos se entrecerraron, desafiantes a pesar del temblor que recorrió su cuerpo. Sentí cómo se tensaba sobre mi regazo, sus músculos contraídos en anticipación. —Tal vez quiero arder —respondió, su voz apenas audible. Esas palabras encendieron algo primitivo dentro de mí. Con un gruñido, la sujeté con más fuerza, mis dedos dejando marcas en su piel. La deseaba con una intensidad que me asustaba, que amenazaba con consumirme por completo. —Ten cuidado con lo que deseas —advertí, mi voz ronca por el deseo contenido—. Podría concedértelo. Sin darle tiempo a responder, capturé sus labios en un beso feroz y hambriento. Ella gimió contra mi boca, sus manos aferrándose a mi camisa como si fuera un salvavidas en medio de una tormenta. El mundo a nuestro alrededor se desvaneció. Ya no existían las miradas curiosas, los susurros escandalizados. Solo éramos ella y yo, consumidos por un fuego que amenazaba con reducirlo todo a cenizas. Justo cuando estaba a punto de rendir
Dominic El humo de los puros flotaba en el aire, impregnando el salón con el hedor de poder, traición y violencia contenida. Las sombras de los candelabros alargaban los rostros de los hombres sentados alrededor de la mesa, haciendo que sus expresiones fueran aún más frías, más letales. Y en el centro de todo, yo. Seamus se recostó en su silla, con su copa de whisky en la mano, como si estuviera disfrutando de un maldito espectáculo. —Así que, pakhan, ¿quieres mi apoyo? —dijo con sorna, inclinando la cabeza. —Tienes bolas, lo admito. Pero hay una diferencia entre tener bolas y tener lo que se necesita para liderar la Bratva. Mantuve la calma. No porque no quisiera volarle la cabeza allí mismo, sino porque quería que se ahogara en su propia arrogancia antes de hundirle el cuchillo. —Soy el líder natural de esta organización… a su debido tiempo se los mostraré —afirmé, mi tono gélido, letal. —Y si no lo crees, Seamus, entonces elige bien tus próximas palabras. Su sonrisa se
DominicMis palabras cayeron como un martillo.El aire en la habitación se espesó. Unos segundos de incertidumbre… luego, los asentimientos comenzaron.Uno a uno.Cada jefe de mafia en la sala comprendió que no estaba jugando.—Entonces ahora hablemos de cómo haré de la Bratva la organización más poderosa de este jodido mundo y lo que les voy a dar a cambio de su lealtad por su apoyo, después de todo, les conviene estar de mi lado.Después de mis palabras, Luan Gashi, jefe de la mafia albanesa, fue el primero en romper el silencio. —Tienes el puerto bajo tu control, Ivankov. Eso vale mucho... pero no lo suficiente. Sus ojos azules, fríos como el acero, no parpadeaban. Sabía lo que quería. —Dame acceso a tus rutas de contrabando y tendrás mi apoyo para derrocar al Pakhan.Andru, a mi lado, tensó los músculos. Era un trato peligroso. Los albaneses eran buenos aliados, pero traicioneros. —No, las rutas son mías, respondí, sosteniendo su mirada. Pero te daré un diez por ciento... a
DominicEstaba ansioso por terminar las conversaciones con toda esa gente e irme a reunir con Trina. Los minutos me parecieron eternos, hasta que por fin pude dejar a todos atrás y dirigirme a buscar a la mujer que me había robado la paz.Mi cuerpo aún ardía con la adrenalina cuando llegué a su puerta. Los guardias se apartaron de inmediato cuando me vieron.—¡Retírense! —ordené.Empujé la puerta con un movimiento seco.Trina estaba junto a la ventana, descalza, con una camisa cubriéndole el cuerpo. Se giró cuando entré, sus ojos verdes afilados como cuchillas.—¿Viniste a continuar lo que empezaste? —preguntó con voz calmada, pero desafiante.Cerré la puerta con el talón, quitándome la chaqueta mientras avanzaba hacia ella.—No —gruñí—. Vine a recordarte por qué no debes desafiarme. Ella inclinó la cabeza, cruzándose de brazos. Caminé hacia ella y la agarré de la cintura.—¿De quién carajos es esa camisa? —espeté con furia.Ella se encogió de hombros y me miró con indiferencia.—¿Q
DominicElla jadeó, su cuerpo temblando bajo el mío. —Maldit0 ruso de mierd4. Te odio.—Yo te odio más… y si no gritas mi nombre, no pararé de reventarte y no te dejaré que llegues.—Eres un salvaje —gimió Trina, su voz entrecortada por el placer y el dolor.Aumenté el ritmo de mis embestidas, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba cada vez más. Sabía que estaba cerca del límite.—Di mi nombre —gruñí, clavando mis dedos en sus caderas.—Nunca —jadeó ella, desafiante, hasta el final.Deslicé una mano hacia su centro, estimulándola mientras seguía penetrándola. Trina arqueó la espalda, un gemido ahogado escapando de sus labios.—¡Dominic! —gritó finalmente, su cuerpo convulsionando de placer.Sonreí triunfante y aumenté el ritmo de mis embestidas. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación, mezclándose con nuestros gemidos y jadeos. —Te odio —murmuró Trina, su voz apenas audible.—El sentimiento es mutuo, cariño —respondí, besando su hombro.Sentí el orgasmo construyénd
IzanCuando escuché la orden de Dante, algo dentro de mí se revolvió.“Llévensela y castíguenla como quieran. Solo no la maten". Ordenó bruscamente.La orden de Dante resonó en mis huesos como un disparo en la noche. Mis puños se apretaron solos. Elizaveta, con esos ojos grises que parecían un cielo gris y tormentoso, no suplicó. Ni una lágrima. Solo se quedó quieta, como si ya hubiera aceptado su destino. Algo en mi pecho se retorció. No dije nada. No era mi lugar. Pero cuando Edoardo la arrastró fuera de la sala, sentí el sabor amargo de la culpa en la boca. No protesté. No en ese momento. Porque sabía que él estaba fuera de sí. Porque sabía que una palabra equivocada podía volverse en una guerra y ya ambos estábamos lo suficientemente maltratados. Pero por dentro… por dentro me hervía la sangre.Sí, me equivoqué con Irina. Pero Elizaveta no es Irina. Ella no tiene esa malicia en los ojos. Su miedo es real. Su voz es temblor y desesperación. Y ahora, estaba siendo entregada
ElizavetaEl primer latigazo no dolió tanto como el último. Porque aunque el cuerpo se adapta al dolor… pero el alma no.Ellos me gritaban, me escupían, se reían.—¡Pide clemencia, rusa de mierda! —decían—. ¡Pídelo!No lo hice.No porque no quisiera, sino porque… no tenía voz.Edoardo con una expresión de burla, llamó a otro par de hombres y se orinaron encima de mí, mientras uno de ellos grababa toda la humillación que me hacían. El acto me provocó tristeza, rabia, náuseas, pero me negué a vomitar. No les daría esa satisfacción.Cerré los ojos, intentando desconectarme de la realidad. Pero cada latigazo me devolvía al presente, a ese lugar húmedo y oscuro donde el tiempo parecía haberse detenido.No sé cuánto duró. Podrían haber sido minutos u horas. El dolor se volvió una constante, un compañero no deseado que se negaba a abandonarme.Cuando los otros estaban saliendo, uno de ellos se acercó a mí con una expresión de pura maldad y me escupió.—Esto es solo el comienzo, put4 —escup