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Sus últimas palabras me desconcertaron, y me mantuve quieta y silenciosa, oyéndolo moverse. Si mis oídos no me engañaban, se desnudó antes de dejar la cueva. Entonces me alcanzó una especie de estertor muy quedo, y pronto oí el rumor de cuatro patas que se alejaban a largos saltos sobre piedra.

Aguardé hasta cerciorarme de que no podía hallar rastros de su proximidad. Empujé la tira de tela hacia arriba con mis manos vendadas, y precisé un momento para que mis ojos se adaptaran al brillo que llenaba la cueva. Afuera era pleno día.

Me arranqué las vendas de las manos con los dientes. Al mirar las palmas de mis manos, las hallé cubiertas de cortes, magulladas y un poco inflamadas. Sólo entonces paseé la vista por el lugar al que el lobo me trajera.

Era una cueva espaciosa, del tamaño de la cocina de Tea, con el piso de tierra, limpio del musgo que cubría algunos sectores de las paredes, que se estrechaban hacia la entrada, una alta grieta vertical de sólo un metro de ancho. Al otro la
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