El Laberinto de Aragón
El Laberinto de Aragón
Por: dianaacosta2008
Prefacio

Josué estaba cansado y tenía la espalda adolorida. Agradeció al mundo por haberle tocado el asiento de la ventanilla en el avión. Necesitaba confort tras los terribles días que había pasado en Caracas.

Viajó en carretera hasta Mérida para tratar asuntos de trabajo, los cuales lo llevaron a realizar un viaje urgente a la capital del país e intentar canalizar un préstamo bancario.

Las noticias no eran alentadoras. Las deudas aumentaban y se había quedado sin administrador. No sabía muy bien qué hacer. Pagar sueldos, mantener los galpones en buenas condiciones… Las ventas habían bajado sin mesura y necesitaba generar capital lo más pronto posible.

De pronto, alguien se sentó a su lado.

–Ah, disculpe, pensé que estaba durmiendo.

–No, tranquila. No suelo quedarme dormido en vuelos cortos. –Miró el rostro de aquella mujer dándose cuenta que se trataba de una hermosa joven.

La chica se acomodó en el asiento.

–¿Cansado?

–Bastante –respondió Josué.

–Parece que vamos a compartir hilera –sonrió dulcemente–, pero no importa, así que me presento.

La chica alzó su mano en cortesía. Josué dio la suya.

–Josué Mendoza, mucho gusto.

–Dina… Dina Barboza –dijo sonriente–. Es un verdadero placer conocerlo. ¿Es usted de Maracaibo?

Él sonrió.

–Así es. Maracucho de mucha sepa.

Josué puso cara de circunstancias por decir aquello. Creyó que la joven no conocería ese tipo de dialecto.

–Disculpe que me meta –ella soltó la mano y se acomodó de mejor forma, para mirarlo–, ¿es usted pariente de los Mendoza de Lácteos del Lago?

Josué miró aquellos ojos oscuros de pestañas levantadas y cejas bien sacadas, sobre ese rostro blanco de porcelana. La joven era deslumbrante y muy bien educada.

–Sí. De hecho –él se acercó a ella, confidente–, soy el dueño de la empresa.

Los ojos de la chica tomaron un brillo interesante. Josué solo veía su boca.

–Oh, wow. ¡Qué sorpresa! Entonces, ¿viaja por trabajo?

–Efectivamente. Y pues, acá estoy, compartiendo asiento contigo.

Ella rió de forma coqueta.

–No compartimos asiento, señor Josué, solo la hilera.

La última palabra en la boca de Dina le pareció a Josué un detalle muy sexy.

–¿Y tú? ¿Viajas por… estudios, trabajo...?

–Estudios –mintió ella–. La verdad, es que soy de Mérida y recién me estoy mudando a Maracaibo.

Josué arrugó el entrecejo.

–¿Mérida? ¿Y qué hacías en Caracas? Si se puede saber, disculpa mi intromisión.

–Solo vine a Caracas a visitar a un amigo.

Él asintió y siguió observándola.

–¿Y qué estudias?

–Estaba pensando comenzar estudios de Administración.

–¿En serio? Tienes cara de artista, más que de ejecutiva.

Ella se ruborizó un poco.

–La verdad es que no sé. Mi hermano me está convenciendo de estudiar eso. Es porque él ya está a punto de graduarse y anda encantado con la carrera.

–Pero no quieres estudiar Administración. –Fue una afirmación.

Ella arrugó los labios en una media sonrisa y dijo que no con la cabeza.

–La verdad es que no es mi hermano, es como mi medio hermano. Se crió conmigo y voy a vivir con él en Maracaibo. Y claro…, hermano estudiando administración, amigos que estudian lo mismo... –Se echó a reír. A Josué le encantó ese lindo sonido–. Parece que estoy rodeada de números y pues..., ando también ayudando a un amigo de Mérida a que consiga trabajo aquí.

–Mmmm, ¿un amigo… íntimo? –preguntó Josué, guiñándole un ojo. Aquello hizo reír a chica. Entonces él la observó detenidamente. Bella, sexy, tierna y joven. Y de paso, una casualidad que le hablara de todo eso.

–Yo necesito un Administrador –confesó él.

Dina abrió los ojos, dejando entrever un deje de pena y sorpresa.

–¿Es en serio? No, en serio.

–¡En serio! –Él se rió por la inocencia de la chica. Estaba encantado con ella. Se preguntó cuántos años tendría–. Toma. –Sacó de su camisa una pequeña tarjeta de presentación–. Puedes decirle a tu amigo que vaya para la empresa el lunes.

Dina tomó la tarjeta y la observó con ansiedad. Luego, posó sus seductores ojos en él.

–Muchas gracias, señor Josué.

Luego de evitar que Dina lo llamara "señor", el avión despegó y siguieron conversando de algunas otras cosas. Al bajar del avión, Dina estaba a punto de despedirse cuando Josué la detuvo.

–¿Tienes cómo irte?

Dina miró la mano que la sujetaba el brazo ligeramente, para luego alzar la cara y sonreírle con incredulidad.

–Te puedo llevar. Y si no has comido, podemos hacerlo en el camino –sugirió Josué.

Ella esperó unos segundos antes de responder.

–Está bien, me encantaría.

Mendoza sonrió. Comería con esa hermosura de chica. Entonces, caminaron juntos al estacionamiento.  

***

Año 2000

Una dulce y extraña brisa acariciaba las olas oscuras del lago de Maracaibo, aplacando el efecto caliente que el radiante sol de la región había dejado, sobre ellas más temprano. Así, como el oleaje sereno y mimado, Canela se llenaba de aire los pulmones intentando calmar los nervios de la noche.

¡Por fin se había casado! Aún no creía que a su edad, apenas 20 años, pudiera saborear la enorme alegría que significaba el darle el Sí quiero al hombre de su vida.

A las ocho en punto de la noche, los fuegos artificiales, las viejas campanas de la Iglesia San Rafael, el cura y un gran número de invitados fueron testigos de la unión de Canela Mendoza y Romer Aragón. La ceremonia se celebraría en el famoso hotel cinco estrellas, Hotel Del Lago.

Canela se había distanciado un poco de la fiesta para comprender su nueva vida. Sentada en una piedra que daba pie a un cocotero, se estremeció al medir la felicidad que la embargaba, tan enorme, como el lago más famoso del país, y tan larga, como las costas venezolanas.

Mientras pensaba en aquello, mió hacia atrás comprobando que nadie la veía. Se levantó el vestido de novia y sacó una cajetilla de cigarros y un yesquero de la liga de su ropa interior. Se agachó un poco intentando taparse con el tronco del árbol y poder encender el cigarrillo, sin éxito. A la cuarta vez asomó la llama, pero el viento no dejó que durara y maldijo bajito.

–Ahora sí hay viento. ¡Ahora sí!

Tras varios intentos y ponerse como un caracol para poder prenderlo, el encendedor cedió a sus insistentes dedos y pudo aspirar el humo del tabaco. Relajada, aspiró y exhaló intentando apartar los sentimientos de angustia. Cerró los ojos para recordar todo lo que había sucedido hace unos meses atrás. Sus dedos volaron hasta su mejilla izquierda, sobándola.

–¡Prima!

Canela pegó un brinco que la hizo toser al escuchar la voz de Faustina, la hija de su tío Manuel Alberto.

–Pero bueno, mirate. Tan campante y ahí, fumarreando a escondidas.

–¡Cállate, Faustina! –susurró fuerte, haciendo señas para que no hablara tan alto.

La jovencita puso los ojos en blanco.

–Mi alma, prima –dijo con su marcado dialecto marabino–, pero si aquí nadie nos va a escuchar.

Faustina se acercó a trompicones hacia Canela para quitarle el cigarrillo.

–Dame un poquito...

–¿Qué? ¡¿Te volviste loca?! –exclamó Canela–. No me digas que comenzaste a fumar, qie tienes quince, por Dios –Faustina se reía altísimo y muy chillón. Una risa loca salía de su boca–. ¡Te van a oír!

–Tranquila, Canelita, aquí no nos escuchan. Presta atención. –Rodeó el pabellón de una oreja con la mano–. La música está demasiado alta. ¡No nos escucha ni Dios! –Volvía a reír–. No sé cómo a tío le permiten hacer estos parrandones en este hotel tan sifrino.

Ahora quien reía era Canela, pero claro, jamás como su jovencísima prima.

–Allá está mami bailando como loca –continuó Faustina.

–¿No estará molestando a Romer?

–Si supieras que no. –Faustina intentó recordar la última vez que lo había visto en la fiesta, sin éxito–. Menos mal que mami no vistió de blanco, sino se cree la propia novia. –La chica reía sin parar–. Y te juro que estuvimos a punto de regañarla para que no se colocara el amado Carolina Herrera que guarda en el closet como un tesoro. Quiere más ese vestido que a nosotros.

Ambas rieron por el comentario.

–Pero dime –siguió la prima de Canela–, ¿por qué andas por aquí? Pronto comenzará la gaita y no me puedo creer que te la vayas a perder.

Canela respiró profundo y se giró de cara al lago. Se metió el cigarrillo a la boca. El viento desaceleraba, haciendo que ambas escucharan las notas de algunas canciones de la fiesta.

Tras un corto silencio, Canela preguntó:

–¿Crees que Romer y yo nos hemos precipitado?

La joven damita movió los labios.

–¿Me lo preguntas a mí? ¿Qué te puedo decir?

Canela exhaló por la nariz.

–Eres casi una adulta, Fausti. A veces me dejas con la boca abierta por las cosas que dices. –Hizo una pausa–. Y las que haces.

Faustina chasqueó la lengua y estiró la mano para quitarle de nuevo el cigarrillo. Canela le pegó un manotazo en el dorso.

–¡Ay!

–Quieta ahí –La novia se fumó una calada–. ¿Me vas a responder, o vas a estar pendiente del cigarro?

La joven se sentó al lado de su prima en otra piedra, con cuidado de no arruinar sus tacones y el vestido color salmón. 

–Aragón es bastante agradable y buena persona. –Canela sonrió al escuchar aquello–. Además –se miró las uñas–, tío Josué confía mucho en él, ¿no es así? De lo contrario, no te habría dado la bendición.

La mencionada sonrió junto al rojo de su piel por el sentimiento que la recorría.

–Por cierto… –Faustina no sabía bien cómo preguntar–, ¿ya estás preparada para… tu noche de bodas? –preguntó, bajando un poco la cabeza sin dejar de mirar a su prima.  

Canela entrecerró los ojos y carraspeó la garganta.

–¡Qué cosas preguntas!

Faustina bajó las cejas y se puso seria de golpe.

–Canela Mendoza, no soy tonta. Pero quisiera saber si ya tú y Aragón... ya sabes. –Hacía señas con las manos, introduciendo un dedo en un círculo.

La mencionada se puso roja como la punta del cigarro. Recordó tal cual acto mágico, cada uno de los momentos íntimos que había vivido hasta la fecha con su recién nombrado esposo. Apartando algunos momentos no tan deseados, comenzó a hacer muecas para dejar claro lo evidente.

La pequeña Faustina giró el cuello y abrió la boca. Y con un jadeo de asombro, se lanzó de la nada hacia su prima, convirtiéndose en un pulpo de hule. El arrebato hizo que Canela se cayera sobre la arena y el agua, y que las pequeñas piedras se chamuscaran.  

–¡Faustina!

–¡Ay!

–¡Mira lo que has hecho, Faustina!

–¡Ay, Canelita! Discúlpame; disculpa, ¡disculpa! –gritaba intentando levantarla y haciendo mayor desastre con sus movimientos–. Es que... Prima, tienes que contarme cómo es todo. Por favor... ¡Tienes que contarme! –enfatizaba la quinceañera, convirtiendo la voz en una ronca y exagerada petición, golpeándose las mejillas con las palmas.  

–Pero, bueno. ¡Quítate de encima! –Canela batuqueó las manos como una tarita moribunda–. Me ensuciaste todo el vestido. ¡Mira cómo quedé!

Faustina retrocedió unos pasos y se tapó la boca al ver a Canela. Apretó los labios, se puso roja, arrugó la cara. Se estaba conteniendo con mucho esfuerzo, porque lo que la quinceañera quería… era reírse. Los carraspeos de su garganta la delataban.  

Canela la señaló.

–¡Ni se te ocurra! –Faustina lo intentaba–. No te rías o... ¡Ya verás!

Pero a la más joven, nada la ayudó a ocultar su risa, que desaforó desde todo su ser y apoyándose con un pie para no caer de frente, la joven prima de Canela explotó como nunca delante de la otra, quien tenía medio vestido mojado, roto y lleno de barro.

–¡Te dije que no te echaras a reír! –exclamó, Canela.

–Es que... –Faustina de verdad intentaba contenerse–. ¡No sé de dónde ha salido tanto barro!

–¡Te voy a matar, Faustina!

Canela salió disparada hacia su prima quien a tirones, se quitó los zapatos, se recogió el vestido como pudo, y echó a correr a toda mecha por la playa.

–¡Párate ahí, no seas cobarde!

–Tú eres la novia, primita. ¡No pierdas el glamur esta noche! ¡Ay!

Canela alcanzó un pedazo de tela y jaló a Faustina hasta tomarle el cuello con los brazos y enmarañarle el peinado aún más. La menor pegaba gritos y Canela ya reía a carcajadas por la cara de horror de la otra.

–¡Déjame quieta, Canela! Por favor, por favor. ¡El peinado!

–¡Mi vestido de novia!, querrás decir.

–Si sigues nos van a descubrir. ¡Ahora sí que nos van a descubrir! –exclamó Faustina para salvar su vida.

Canela se paró en seco con la respiración agitada, y se quedó observando cómo su prima se acomodaba los pelos. Al parecer, las palabras funcionaron.

–Fausti...

–¡¿Qué?!

Canela señaló al área de piscinas, donde se festejaba la boda.

–Comenzó la gaita. Me deben estar buscando. ¡¿Qué coño voy a hacer con este vestido así?! –preguntó arrugando los labios.

Faustina miró a la fiesta y luego a Canela, pensando en una solución.

–Imagino que en la habitación tienes ropa. ¿Qué trajiste? –preguntó la menor.

–Pantalones, franelas, traje de baño… ¡Ah! Una muda de vestir. ¡Esa puede servirme! Pero, ¿cómo hago para pasar frente a Romer, papi, mami, tíos, tu hermano... todos?

–Yo te ayudo, pero tenemos que movernos ¡ya! Romer se va a volver loco si no te encuentra. No te vas a perder la gaita, te lo prometo.

Mientras planeaban cómo poder pasar sin que nadie viera a Canela, comenzaron a caminar hacia el costado izquierdo de la piscina.

–Te pasaste, Faustina. ¡Mira cómo quedó el vestido!

–No era tan bonito, la verdad.

–¿Qué…? –La tomó del brazo–. ¿Qué dices? Era precioso –afirmó, sacudiendo el barro pegado en la tela.  

–No lo era y punto. Mira… –Se detuvo–. Te vas a quedar aquí, detrás de esta pared. Voy a buscar a un mesonero para que te deje pasar por los pasillos de conferencias.

–Me van a pillar toda embarrada...

–¡Que no! Nadie te verá –explicó, dirigiéndose a la fiesta.

–¡¿A dónde vas?!

–¿Dónde están los mesoneros, Canela? ¡En la fiesta!

Canela respiró hondo, resignada.

–Ok. Está bien. Aquí te espero. ¡Y no te tardes! Estoy toda mojada; Me voy a resfriar el día de mi boda –se quejó.  

Faustina abrió la boca para decir algo. Pero al final, preguntó:  

–¿Quién te manda irte a la playa en pleno rumbón? Todavía me debes la explicación del porqué lo hiciste, ¿eh? –le replicó moviendo un dedo exigente, mientras se alejaba para buscar ayuda.  

Canela batuqueó una mano para no darle mayor importancia, y para que se diera prisa. La joven Faustina se acomodó el cabello y vio sus pies descalzos. Resopló con fastidio pero se calmó al ver que el faldón le tapaba lo suficiente, y podía pasar un poco desapercibida.

–¿Ya te quitaste los zapatos, Faustina?

Bueno, ella creía que pasaría totalmente desapercibida; pero se había olvidado de los ojos de águila que tenía su hermano. La muchacha giró los ojos; Carlos le había pillado a la primera.

–Cállate, Carlos. ¡Vete a bailar!

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